Y, sobre todo, nuestro deseo de inmortalidad. Dinero, científicos, instituciones de todo tipo e infinidad de individuos particulares unidos en la incesante búsqueda de la inmortalidad.
En esta sociedad a la que nos han conducido los logros del deseo podemos ver cómo nuestros ancianos llegan a tales a veces con muy buena calidad de vida y otras con peor, entendiendo por ésta salud y bienestar. Pero resulta dramático ver cómo se condena a infinidad de personas a vivir más, aun sin esperanza de mejorar su situación por sufrir alguna de esas terribles enfermedades que no tienen cura y someten a quien la sufre a un gran daño físico y emocional. Personas a las que quizá a lo largo de los años fármacos y medicina en general han hecho un gran servicio, pues han contribuido a que su vida se pueda realizar en mejores circunstancias, o incluso a no perecer, pero quienes, posteriormente, debido al deseo generalizado de vivir más a cualquier precio, o al miedo común a la muerte, viven largas temporadas, muchos años en algunos casos, atados a la vida mediante la ciencia y la tecnología, a veces a su pesar, extendiéndose en el tiempo el terrible sufrimiento que les produce su letal enfermedad, aun a sabiendas que nunca mejorarán y que sólo el natural desenlace de la muerte acabará con esa situación.
Evidentemente, nadie es quien para negar la vida a nadie, y todos nos sentimos bien colaborando en la mejora y bienestar de los demás. Salvar vidas es más que digno de elogio, admiración y satisfacción; pero, creo que no debemos hacerlo a cualquier precio, sobre todo teniendo en cuenta que nacimos mortales, con lo que ello comporta.
Ante ese deseo, el de descubrir la inmortalidad en vida de manos de la ciencia, deberíamos pararnos a reflexionar o, mejor dicho, a meditar, pues este aspecto necesita de una profunda comprensión.
En la vida, en el universo, al menos en el que podemos percibir con nuestro potencial, todo es movimiento. No hay nada que se encuentre en completa quietud, y nosotros no somos diferentes a esta ley. Y el movimiento conlleva transformación. Desde la leve sedimentación de una piedra hasta la mezcla de unas moléculas con otras movidas por el aire, todo implica movimiento en el transcurrir del tiempo, y por ende, transformación. Ya de entrada, el flujo de información que recibe nuestra mente a través de nuestros sentidos implica movimiento; aunque observemos la quietud de una pared, cada instante será distinto al anterior. Nuestra persona nada o muy poco tiene que ver cuando nace a cuando han transcurrido los años. El niño que fuimos no existe cuando nos hacemos adultos; aunque en nuestra memoria queden rasgos de su persona que nos caractericen, ya no somos aquel niño. El instante siguiente al que experimentamos, ya no somos exactamente la misma persona.
Imaginemos que la ciencia avanza tanto que, si enfermase fatídicamente uno de nuestros brazos, pudiésemos servirnos del que nos proporcionase, bien porque se trate de una prótesis, un trasplante, o una nueva técnica con células madre, aun así, podemos continuar viviendo y manteniendo la mayor parte de nuestra identidad. Igualmente sucederá con nuestros ojos, hígado, corazón, etc., todos tenderán a transformarse rompiéndose como tales. Aun así, la ciencia podría repararlos y pensar que seguimos viviendo, nosotros, aunque con esas modificaciones; pero, llegado el momento en que nuestras neuronas dejasen de funcionar ¿Cómo las repararíamos? ¿Dónde quedarían nuestros recuerdos y nuestra personalidad? ¿Quedaría algo de lo que, comúnmente, entendemos por nosotros? Llegado el momento en que enfermara esa parte de nosotros que más define nuestra identidad, regenerarla supondría desecharla, aunque fuese por partes, y la nueva tendría que aprender de las nuevas experiencias, no de las que vivieron las viejas, que habrían sido desechadas. Por lo tanto ¿qué quedaría tras el transcurrir de los años y repararnos una y mil veces de lo que consideramos nosotros? Pero, imaginemos que la ciencia inventa algo con lo que reparar una y mil veces nuestro organismo ¿Podríamos parar al universo? Pues, antes o después, en la Tierra dejaría de haber oxígeno, por citar un ejemplo.
No estoy en contra del estudio en pro de mejorar nuestra salud, todo lo contrario; pero hay barreras que los científicos no podrán saltarse como tales. Cuando los estudios revelan datos sobre el aumento de los casos de enfermedades para las que aún no se han encontrado solución, pasa inadvertido el hecho de que somos mortales, y, llegados a un punto, cuanto más se acoten unas causas de mortandad, necesariamente, más aumentarán otras. Aunque entre tanto hayan aumentado, afortunadamente, nuestras expectativas de vida, ésta no es ni con mucho ilimitada.
Paradójicamente vamos en búsqueda de lo que ya somos. Nuestros genes pasan a nuestros hijos en la generación de nuevos seres humanos, transmitiendo gran parte de los rasgos físicos y psicológicos que nos han identificado a nosotros; nuestros pensamientos los transmitimos a otros influenciándoles en alguna medida; nuestro cuerpo, en constante transformación, es utilizado por otros seres vivos, durante nuestra vida y en nuestra muerte, que se sirven de él, pasando a convertirse en parte de esos seres que a su vez serán parte de otros; nuestros actos, frutos de nuestros pensamientos, son una parte de nosotros que viaja en el tiempo a modo de onda expansiva que influye en el universo. Todo lo que podemos ver de nosotros se transforma una y mil veces en el universo.
Recuerdo una bonita canción que cantaba Freddy Mercury con el grupo Queen y que pertenece a la banda sonora de la película “Los Inmortales”, llamada “Who wants to live forever?” “¿Quién quiere vivir para siempre?”; un buen tema de reflexión.
Por todos estos motivos y muchos otros, creo que es verdaderamente necesario que aprendamos a comprender interiormente, profundamente, a meditar, a conducir nuestra vida, tal y como lo han hecho miles y miles de personas en todo el mundo a lo largo de la historia.
Extraído del libro «Meditación práctica, aquí y ahora».
http://delpanicoalaalegria.com/Labusquedadelainmortalidad.htm