Mucha gente opina sobre el mundo musulmán, especialmente árabe, pero muy poca gente conoce algo sobre su historia y orígenes. Lo que indicaremos en este artículo era cierto en la época de Mahoma, aunque, en la actualidad, el poder y riquezas que les ha aportado el petróleo han cambiado mucho su filosofía de la vida. En este artículo nos centramos en los acontecimientos, costumbres y filosofía de vida de aquella época (principalmente los siglos VI y VII). Ante todo hay que tener en cuenta que el inmovilismo ha sido un carácter distintivo de las innumerables tribus que han recorrido, desde tiempos inmemoriales, con sus tiendas y sus rebaños, los áridos e interminables desiertos de Arabia. Los beduinos de nuestros días conservan aún en toda su pureza el espíritu que animaba a sus antepasados, contemporáneos de Mahoma, y no hay comentarios más exactos sobre la historia y la poesía de los árabes que las noticias aportadas por los viajeros del siglo XIX y anteriores acerca de las costumbres y la manera de pensar de los beduinos. Si permanecen estacionarios ante el progreso, es porque, indiferentes al bienestar y a las satisfacciones materiales que proporciona la civilización, no quiere cambiar de vida. En su orgullo, el beduino se considera como el tipo más perfecto de la creación, desprecia a los demás pueblos porque no son como él, y se cree infinitamente más dichoso que el hombre civilizado. Guiados, no por principios filosóficos, sino por su propio instinto, adoptaron desde el primer momento la divisa de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad. El beduino es el hombre más libre de la tierra. “No reconozco otro dueño que el del Universo“, afirma. En nuestra sociedad, un Gobierno es un mal necesario, inevitable, que se supone es condición imprescindible para un bien común. Pero los beduinos no tienen gobierno. Cierto que cada tribu elige su jefe, pero éste no posee más que cierta influencia. Se le respeta, se escuchan sus consejos, pero no tiene en modo alguno el derecho de dictar órdenes. En vez de disfrutar de un sueldo, se ve forzado a sustentar a los pobres, a distribuir entre sus amigos los presentes que recibe, a ofrecer a los extranjeros una hospitalidad más suntuosa que a ningún individuo de la tribu. En cualquier circunstancia está obligado a consultar al consejo de la tribu, formado por los jefes de las diferentes familias, sin cuyo consentimiento no puede declarar la guerra, ultimar la paz ni levantar el campo. Cuando una tribu confiere el título de jefe a uno de sus miembros, este título no es, a menudo, más que un testimonio de pública estimación, un solemne reconocimiento de que el elegido es el hombre más capaz, más valiente y más adicto a los intereses de la comunidad. “Jamás concedemos esta dignidad a nadie —decía un árabe antiguo—, a menos que nos haya dado todo lo que posee, que no haya sacrificado cuanto le es querido, cuanto estima y honra, y nos haya prestado servicios como un esclavo“.
Reniero Pedro Dozy, personaje representativo del holandés perseverante y del erudito concienzudo, nació en Leyde el 21 de febrero de 1820. Era hijo de un médico afamado y pariente colateral de los Schulten, célebres orientalistas. Pero éstos no ejercieron ningún influjo en su vocación. Mostró desde niño gran afición por la Literatura y la Historia. Además de los cursos universitarios, cultivaba el árabe en lecciones privadas. El triunfo de Dozy, inmenso y resonante en toda Europa, quedó consagrado cuando la Academia de la Historia, de Madrid, le designó como académico correspondiente en 15 de marzo de 1853. La autoridad de Dozy comenzó a ser indiscutible, y no sólo los editores se disputaban sus obras, sino que, apenas anunciaba su propósito de publicar una serie de textos árabes, llovían las suscripciones y los donativos del Estado y de los particulares, ansiosos de colaborar, siquiera económicamente, en su obra. Multitud de suscripciones hicieron posible tan ardua empresa, y desde 1855 comenzó a publicar sus Analectas sobre la historia y la literatura de los árabes de Península Ibérica, trabajo ímprobo, que en 1860 fue completado por unas tablas y una lista de correcciones, debidas en su mayor parte a Fleischer, profesor de Leipzig, que tenía la costumbre de enviar listas de correcciones a todos los editores. Dozy no fue menos admirable como maestro. A pesar de su “aurea mediocritas”, había aceptado el cargo de auxiliar de intérprete del Legado Warneriano, que le permitía disponer libremente de los más preciosos manuscritos, al mismo tiempo que prestaba un relevante servicio formando el catálogo de aquel tesoro de erudición. Pero su sueño dorado era la cátedra, que aun sus más fervientes admiradores vacilaban en conferirle por temor a que la enseñanza le alejase de sus trabajos de investigación. Fué Dozy en la cátedra tan escrupuloso como en las investigaciones, bastando para demostrarlo recordar el hecho de que no se atrevió a explicar la historia de los normandos hasta estudiar sueco, islandés y danés. Durante los veinticinco años de labor didáctica no había interrumpido sus trabajos de investigación, especialmente el acopio de materiales para su Historia de los musulmanes de Península Ibérica hasta la conquista de los almorávides, en que me he basado parcialmente para escribir este artículo. Publicada en 1861, tuvo en el extranjero un éxito mayor que en Holanda, pues el estar escrita en francés hirió el orgullo nacional de los holandeses.
Entre los árabes existe una gran diversidad de orígenes étnicos. Según la Torá, la Biblia y el Corán, los árabes de la península de Arabia son los descendientes de Sem, hijo de Noé. La manutención del nombre de pila o el apellido es una parte importante de la cultura árabe y, por tanto, algunas líneas genealógicas pueden llegar a reclamar ser descendientes de Noé e incluso Adán. Los primeros árabes de los que se tiene conocimiento documentado provenían de la antigua capital nabatea Petra, en la actual Jordania. Petra es un importante enclave arqueológico en Jordania, y la capital del antiguo reino nabateo. El nombre de Petra proviene del griego πέτρα que significa piedra, y su nombre es perfectamente idóneo; no se trata de una ciudad construida con piedra sino, literalmente, excavada y esculpida en la piedra. El asentamiento de Petra se localiza en un valle angosto, al este del valle de la Aravá que se extiende desde el mar Muerto hasta el Golfo de Aqaba. Los restos más célebres de Petra son sin duda sus construcciones labradas en la misma roca del valle (hemispeos), en particular, los edificios conocidos como el Khazneh (el Tesoro) y el Deir (el Monasterio). Fundada en la antigüedad hacia el final de siglo VIII a. C. por los edomitas, fue ocupada en el siglo VI a. C. por los nabateos que la hicieron prosperar gracias a su situación en la ruta de las caravanas que llevaban el incienso, las especias y otros productos de lujo entre Egipto, Siria, Arabia y el sur del Mediterráneo. Hacia el siglo VIII, el cambio de las rutas comerciales y los terremotos sufridos, condujeron al abandono de la ciudad por sus habitantes. Cayó en el olvido en la era moderna, y el lugar fue redescubierto para el mundo occidental por el explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt en 1812. Numerosos edificios cuyas fachadas están directamente esculpidas en la roca, forman un conjunto monumental único que a partir del 6 de diciembre de 1985, está inscrito en la Lista del Patrimonio Mundial de la Unesco. La zona que rodea el lugar es también, desde 1993, Parque Nacional arqueológico. Desde el 7 de julio de 2007, Petra forma parte de las Las nuevas siete maravillas del mundo moderno. Otros árabes, conocidos como árabes arabizados, incluyen a aquellos que viven en partes de la Mesopotamia histórica (conocida en árabe comoBayn Nahrain o “entre dos ríos”), del Oriente (Próximo y Medio), de las tierras bereberes, de las tierras de los moros (la antiguaMauretania), Egipto, Sudán y otras zonas de África. El origen de los árabes se concentra en dos grandes grupos. Los “al-‘Āriba” o de “origen puro”: Son los árabes que tradicionalmente se han considerado como descendientes de Noé a través de su hijo Sem, que engendró a Arfaxad, que engendró a Salaj, que engendró a Heber, que engendró a Joctán (Qahtan). De ahí que reciban el nombre de Joctanitas o Qahtanitas, cuyos ancestros más antiguos, desde el punto de vista histórico, son las tribus de sabeos del Yemen. Otro grupo lo forman los “al-Mustaʻribah” o “árabes arabizados“. Son los árabes considerados tradicionalmente como descendientes de Abraham, a través de su hijo Ismael, y de éste, su hijo Adad, por lo que son conocidos como “Adaditas“. Define a los árabes que se establecieron en la Meca cuando Abraham tomó a su mujer egipcia Agar y a su hijo Ismael para conducirlos a dicha ciudad.
Existen entre los árabes y los occidentales diferencias fundamentales. Los árabes tienen, tal vez, más temple de carácter, más magnanimidad, un sentimiento más vivo de la dignidad humana; pero no llevan en sí el germen de la evolución y del progreso. Y con su ansia apasionada de independencia personal, con su carencia absoluta de sentido político, resultan difícilmente adaptables a las leyes de la sociedad. Y, sin embargo, se han esforzado por organizarse. Arrancados de sus desiertos por su profeta Mahoma y lanzados a la conquista del mundo, obtuvieron rotundos éxitos. Enriquecidos por el saqueo, llegaron a conocer los placeres del lujo. Bajo la influencia de los pueblos vencidos, cultivaron las ciencias y se civilizaron cuanto pudieron. Pero, aun después de Mahoma, conservaron durante largo tiempo su carácter nacional. Cuando invadieron Península Ibérica eran todavía los verdaderos hijos del desierto, y a orillas del Tajo o del Guadalquivir no pensaban más que en proseguir las luchas entre tribus, iniciadas en Arabia, en África o en Siria. Innumerables tribus, sedentarias unas, pero nómadas en su mayoría, sin comunidad de intereses, sin centro común y ordinariamente en guerra unas con otras, poblaban la Arabia en tiempo de Mahoma. Si el valor bastase para hacer a un pueblo invencible, los árabes lo hubieran sido, porque en ningún país predominaba más el espíritu bélico. Sin guerra no hay botín, y sin botín los beduinos no podían vivir. Su dicha más embriagadora era empuñar la lanza flexible o el acero deslumbrante, hendir cráneos o cercenar las gargantas de los enemigos, aplastar a la tribu contraria, como la piedra muele el grano; inmolar víctimas, pero no aquellas cuya ofrenda place al cielo. El valor en los combates era el mejor título para los elogios de los poetas o el amor de las mujeres, que, a su vez, participaban del espíritu marcial de sus hermanos y esposos. Marchaban a retaguardia en los combates, cuidaban a los heridos y alentaban a los guerreros recitando versos de salvaje energía: “Valor — repetían a coro —, valor, defensores de mujeres, herid con el filo de vuestros aceros. Somos hijas de la estrella de la mañana; nuestros pies se hunden en muelles cojines, nuestros cuellos están ornados de perlas; nuestros cabellos, perfumados de almizcle. Estrechamos en nuestros brazos a los héroes que hacen frente al enemigo; negamos nuestro amor a los cobardes que huyen“. Sin embargo, un observador atento hubiese advertido fácilmente su extrema debilidad, originada por la falta absoluta de unidad y por el antagonismo constante entre diversas tribus. Arabia hubiera sido sojuzgada por un conquistador extranjero, si no hubiera sido demasiado pobre para inspirar ambiciones de conquista. “¿Qué encontraríamos entre vosotros? — decía el rey de Persia a un príncipe árabe que le pedía tropas a cambio de la posesión de una gran provincia —. ¿Qué encontraríamos entre vosotros? Ovejas y camellos. No quiero por tan poca cosa aventurar en vuestros desiertos un ejército persa”. Sin embargo, Arabia fue al fin conquistada; pero lo fue por un árabe, por un hombre extraordinario: por Mahoma.
La autoridad de un jefe beduino es casi siempre tan mínima, que apenas se nota. Habiéndole preguntado a Araba, contemporáneo de Mahoma, cómo había llegado a jefe de su tribu, negó rotundamente que lo fuese. Y al ver que insistían en ello, respondió al fin: “Cuando las desgracias han aquejado a los de mi tribu, les he repartido mi dinero; cuando alguno ha cometido una ligereza, he pagado la multa por él, basando siempre mi autoridad en el apoyo de los hombres más bondadosos de la tribu. Entre mis compañeros, el que no ha podido hacer otro tanto, está menos considerado que yo; el que puede hacer lo mismo es mi igual, y el que me sobrepuja es más estimado que yo“. En efecto: entonces, como ahora, era depuesto el jefe que no sabía honrar su jerarquía, y, además, siempre que había en la tribu un hombre más generoso y valiente que él. La igualdad en el desierto, aunque no completa, es, sin embargo, mayor que en ningún sitio. Los beduinos no admiten la desigualdad, inherente a las relaciones sociales, porque todos viven de la misma manera, visten y comen lo mismo. No admiten tampoco una aristocracia basada en la fortuna, porque las riquezas no acrecientan entre ellos la pública estimación. Menospreciar el dinero y vivir al día del botín conquistado con su valor, después de haber repartido el patrimonio, tal es el ideal del caballero árabe. Este desdén hacia la riqueza es, sin duda, una prueba de magnanimidad y de verdadera filosofía. Pero no debe perderse de vista que la riqueza no puede tener para los beduinos el mismo valor que para otros pueblos, porque entre ellos es tan precaria como fácil de perder. “La riqueza —dice un poeta árabe— viene por la mañana y desaparece por la tarde“, lo cual en el desierto es estrictamente verdad. Incapaz como agricultor y sin poseer un palmo de terreno, el beduino no tiene otra riqueza que sus camellos y sus caballos. Cuando una tribu enemiga ataca a la suya y le arrebata cuanto posee, como sucede a menudo, el que ayer era rico queda de pronto sumido en la miseria. Pero mañana se desquitará haciendo lo mismo, y volverá a enriquecerse. Hasta cierto punto, los beduinos son iguales entre sí. Pero, desgraciadamente, sus principios igualitarios no se extienden a todo el género humano. Se consideran muy superiores, no sólo a sus esclavos y a los artesanos que se ganan el pan trabajando en los campamentos, sino a todos los hombres de cualquier otra raza, pues tienen la pretensión de haber sido formados con diferente materia que los demás seres humanos. Por otra parte, las desigualdades naturales se traducen en distinciones sociales, y si bien la riqueza no proporciona al beduino ninguna consideración, en cambio, la generosidad, la hospitalidad, el valor, la inspiración poética y la elocuencia, le encumbran y enaltecen. “Los hombres se dividen en dos clases — dice Hatim —: las almas mezquinas se complacen en amontonar dinero; las almas nobles prefieren la gloria debida a la generosidad“. “Los magnates del desierto, los reyes de los árabes — como afirmaba el califa Omar, suegro de Mahoma y uno de sus primeros seguidores — son los oradores y los poetas, son los que practican las virtudes de los beduinos; los plebeyos son los hombres de cortos alcances o los malvados que no las practican“.
Los beduinos no han conocido nunca ni privilegios ni títulos, a menos que se considere como tal el sobrenombre de Perfecto, que se confería antiguamente al que unía a la inspiración poética el valor, la liberalidad, el arte de la escritura y la destreza para nadar y disparar el arco. La nobleza de origen, que, rectamente entendida, impone grandes deberes y hace a unas generaciones solidarias de otras, existe también entre los beduinos. La masa, henchida de veneración por la memoria de los grandes hombres, a quienes rinde una especie de culto, rodea de afecto y estimación a sus descendientes, con tal de que éstos, si no han recibido del cielo los mismos dones que sus antepasados, al menos conserven en su alma el respeto, el entusiasmo y el amor hacia las grandes empresas, el talento y la virtud. Antes de aparecer el islamismo se consideraba como muy noble al que no sólo era jefe de su tribu, sino descendiente de padres y abuelos que habían alcanzado la misma dignidad. Puesto que no se concedía el título de jefe sino al hombre más distinguido, era lícito creer que las virtudes beduinas eran hereditarias en una familia que durante cuatro generaciones había marchado a la cabeza de la tribu. En cada tribu, todos los beduinos son hermanos y es el nombre que se dan entre sí cuando tienen la misma edad. Si es un anciano el que habla a un joven, le llama hijo de mi hermano. Si uno de estos hermanos, obligado a mendigar, implora un socorro, el beduino degollará, si es preciso, su último carnero para alimentarle. Si su hermano ha sufrido una afrenta de un hombre de otra tribu, considerará esta afrenta como una injuria personal, y no descansará hasta que la haya vengado. Nada puede dar una idea bastante exacta, bastante viva de esta adhesión profunda, ilimitada, inquebrantable, que el árabe siente hacia sus hermanos de tribu, hacia los intereses, la prosperidad, la gloria y el honor de la colectividad que le ha visto nacer y que le verá morir. No es un sentimiento comparable al patriotismo occidental, el cual parece sumamente tibio a un beduino fogoso. Es una pasión violenta y terrible; es el primero y el más sagrado de sus deberes; es la verdadera religión del desierto. Por su tribu, el árabe está dispuesto a todos los sacrificios. Por ella arriesgará a cada instante su vida en temerarias empresas en que el entusiasmo y la fe pueden por sí solos realizar milagros. Por ella luchará hasta el límite. “Amad a vuestra tribu — ha dicho un poeta—, porque estáis ligados a ella con vínculos más fuertes que los que existen entre marido y mujer“. He aquí de qué modo comprende el beduino la libertad, la igualdad y la fraternidad. Estos bienes le bastan. No desea ni imagina otros, ya que está contento con su suerte.
La idea del progreso es la idea fundamental de las sociedades modernas, sobre todo las occidentales. El beduino no conoce estas vagas aspiraciones de un porvenir mejor. Su espíritu alegre, expansivo, y despreocupado, no entendería nuestras confusas esperanzas. Los occidentales encontramos la tranquila vida del desierto insoportable por su monotonía y uniformidad, prefiriendo nuestra habitual sobrexcitación, nuestra sociedad y nuestra civilización, a todas las ventajas que disfrutan los beduinos. Y es que existe, entre ellos y nosotros, una diferencia enorme. Los occidentales somos demasiado imaginativos para gozar de la paz del espíritu; pero también debemos el progreso a la fantasía. De ahí que, donde falta fantasía, el progreso es imposible. Sin embargo, se considera que los árabes, generalmente, tienen escasa imaginación. Su sangre es más impetuosa que la occidental, más fogosas sus pasiones; pero son un pueblo poco imaginativo. Antes de convertirse al islamismo adoraban dioses que simbolizaban los astros, pero no habían sabido crear una mitología como los indios, los griegos o los escandinavos. Sus dioses no tenían pasado ni historia, y nadie se preocupó de forjarles una. En cuanto a la religión predicada por Mahoma, es un monoteísmo en el cual se funden instituciones, ceremonias y creencias procedentes de tradiciones más antiguas. Pero es, de todas las religiones positivas, la más sencilla y exenta de misterios, la más razonable, la más depurada, que excluye del culto los signos externos y las artes plásticas. En la literatura se observa la misma predilección por lo real y positivo. Otros pueblos han ideado epopeyas en que lo sobrenatural desempeña un importante papel. La literatura árabe carece de epopeya, ni siquiera tiene poesía narrativa, ya que es exclusivamente descriptiva o lírica, y no refleja más que la fase poética de la realidad. Los poetas árabes describen lo que ven y lo que sienten, pero no inventan nada. Y, si se atreven a hacerlo, sus compatriotas los motejan de falsarios. La aspiración hacia lo infinito, hacia el ideal, les es desconocida, y lo que desde un principio les ha entusiasmado más es la exactitud y la elegancia de la expresión técnica de la poesía. La invención es tan rara dentro de su literatura, que cuando en ella se encuentra un poema o un cuento fantásticos, puede afirmarse, sin temor, que se trata de una traducción y que no es de procedencia árabe. Así, en las Mil y una noches, y todos los cuentos fantásticos que han influido en nuestra adolescencia, son persas o indias, y lo único verdaderamente árabe son los cuadros de costumbres, las anécdotas tomadas de la vida real. En fin, cuando los árabes, establecidos en los inmensos territorios conquistados por las armas, han cultivado las ciencias, demuestran la misma carencia creativa. Han traducido y comentado las obras de los antiguos, han enriquecida algunas especialidades con observaciones pacientes, exactas y minuciosas, pero no han inventado ni han concebido casi ninguna nueva idea.
Pero, no obstante, y para ser justos, debemos decir que los árabes mantuvieron viva la llama del saber durante la época del oscurantismo medieval europeo. Los estudios astronómicos interesaron tanto a matemáticos, viajeros, hombres de religión, así como al hombre común árabe, ya que su religión y el Corán tienen abundantes referencias al Sol, la Luna y las estrellas. Aparecieron observatorios públicos y privados por todas partes. La astrología era considerada como ciencia y los soberanos tenían sus astrólogos personales que guiaban muchas de las decisiones de estado. Basadas en las observaciones babilónicas, se construyeron las llamadas tablas astronómicas, en las que se encontraban las posiciones y el movimientos de los cuerpos celestes. Estas observaciones, junto con las realizadas por iraníes, hindúes y griegos, llevaron a un nuevo cálculo de los movimientos celestes y a una astronomía matemática muy evolucionada, que practicaron Al Biruni y la escuela de Maraga en Persia, con Nasir Al Dinturí. Estos nuevos cálculos llevarían posteriormente a una revisión de la astronomía de Ptolomeo. Los primeros califas de Bagdad pusieron al frente de su Casa de la Sabiduría a un astrónomo, Yaya Belmansum, que concentró a su alrededor a los más destacados científicos de la época, poniendo a su disposición una excelente biblioteca y medios materiales abundantes. Pero actualmente las sociedades musulmanas tienen un claro retraso científico-tecnológico respecto de Occidente. Este retraso contrasta con el extraordinario desarrollo científico de la Edad Media islámica que, sorprendentemente, no fue capaz de realizar o asimilar una revolución científica similar a la europea. A la hora de buscar las razones que justifiquen esta interrupción en el desarrollo científico, se cree que el auge de la ciencia en Europa se debe al desarrollo del laicismo y a la independencia de las instituciones culturales con respecto a la Iglesia. Pero no ocurre algo similar en el mundo islámico, en el que la única institución dedicada a la enseñanza, la madrasa, se dedicó, a partir del siglo XII, al cultivo exclusivo de las ciencias religiosas y a la formación de una élite intelectual, que se desinteresó totalmente de las ciencias exactas y físico-naturales. La ciencia árabe, incluso en su edad de oro, estuvo siempre mediatizada por el islam. Pero otros estudiosos creen que la religión no fue un freno al desarrollo científico en el mundo árabe durante el período comprendido entre el siglo VIII y comienzos del siglo XVII. La ciencia no tiene religión y el científico árabe y/o musulmán, como cualquier otro científico, se ha movido siempre por razones personales, siendo la curiosidad la más importante de todas ellas. La idea de que la ciencia árabe no superó el estadio de ciencia primitiva es absolutamente correcta si se piensa en la física. Esto es cierto tanto si pensamos en física árabe como griega o de cualquier otra cultura. Algo similar podría decirse de la biología o de la medicina, que alcanzan su propia revolución científica en una época mucho más tardía. La afirmación, en cambio, no es correcta si se piensa en las ciencias exactas, como las matemáticas, tal como podemos ver en los siguientes párrafos.
En 642 los árabes ocuparon Alejandría, con lo que recogieron la huella de la cultura griega, para después prolongarla y perfeccionarla. Los antecedentes de los desarrollos matemáticos que comenzaron en Bagdad alrededor del año 800 no son aún demasiado claros. Ciertamente que hubo una poderosa influencia proveniente de los matemáticos de la India, cuyo temprano desarrollo de la notación posicional y uso del cero, revistieron gran importancia. Allí comenzó un período de progreso matemático con el trabajo de al-Jwarizmi y la traducción de los textos griegos. En 762, Al-Mansur, el décimo califa, se instaló en Bagdad. Recogiendo los restos de la ciencia alejandrina, convirtió a Bagdad en una capital científica. Harún al-Rashid, quinto califa de la dinastía Abásida, comenzó su reinado el 14 de septiembre de 786. Promovió la investigación científica y la erudición. Las primeras traducciones de textos griegos al árabe, como los Elementos de Euclides por al-Hajjaj, fueron hechas durante su reinado. El séptimo califa, Abd Allah al-Ma’mun, alentó la búsqueda del conocimiento científico aún más que su padre al-Rashid, estableciendo en Bagdad una institución de investigación y traducción: la Casa de la Sabiduría (Bayt al-Hikma). Allí trabajaron al-Kindi y los tres hermanos Banu Musa, así como el famoso traductor Hunayn ibn Ishaq. En la Casa se tradujeron las obras de Euclides, Diofanto, Menelao, Arquímedes, Ptolomeo, Apolonio, Diocles, Teodosio, Hipsicles y otros clásicos de la ciencia griega. Es necesario enfatizar que estas traducciones fueron hechas por científicos, no por expertos en lenguas ignorantes de las matemáticas, y la necesidad de estas traducciones fue estimulada por las investigaciones más avanzadas de la época. Uno de los avances más significativos llevados a cabo por los matemáticos del islam y, sin duda, uno de los más trascendentes en toda la historia de la ciencia, tuvo origen en esa época, con los trabajos sobre álgebra de Abu Yafar Mohamed ibn Musa al-Jwarizmi. Es importante entender que la nueva idea representaba un apartamiento revolucionario del concepto geometricista de los griegos. El álgebra era una teoría unificadora que permitió que los números racionales, los irracionales, las magnitudes geométricas, etc. fuesen tratados como «objetos algebraicos». Ello abrió caminos de desarrollo matemático hasta entonces desconocidos; como señala Rashed: “Los sucesores de al-Jwarizmi emprendieron una aplicación sistemática de la aritmética al álgebra, del álgebra a la aritmética, de ambas a la trigonometría, del álgebra a la teoría de números euclidiana, del álgebra a la geometría, y de la geometría al álgebra. Fue así como se crearon el álgebra polinomial, el análisis combinatorio, el análisis numérico, la solución numérica de ecuaciones, la nueva teoría elemental de números, y la construcción geométrica de ecuaciones“.
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