La metafísica nos habla del más allá de la explicación final de las cosas, pero hoy debe construirse en un diálogo existencial con el más acá. Es la filosofía primera o primaria, la disciplina filosófica radical que plantea clásicamente los “tópicos” fundamentales de la existencia, los arquetipos de lo real, las categorías centrales de nuestra vida, las ideas trascendentales del mundo del hombre, las razones del ser.
Pero la crisis (pos)moderna de la filosofía metafísica impide seguir planteándola al modo tradicional como el Meta-relato del Ser de los seres, una metafísica que se sitúa “antidemocráticamente” por encima de las realidades desde una presunta y presuntuosa idealidad de la Razón absoluta. Una auténtica metafísica (pos)moderna sólo puede presentarse hoy “democráticamente” como una filosofía hermenéutica que ya no se ubica más allá de lo real sino que coimplica la realidad en su ser inmanente/inmanante dando cuenta y relación de ella en sus contradicciones.
Por eso redefinimos aquí la metafísica como una metafísica de la implicación, en la que se exponen las radicales implicaciones del sentido en un relato ya no trascendente sino inmanente, así pues ya no en un meta-relato de carácter absolutista sino en un inter-relato de signo relacional o relacionista de lo real.
De esta guisa, la metafísica deja de ser la explicación de la verdad (última) para poder ser la implicación de la realidad en su sentido (medial): una metafísica ya no ontoteológica sino ontosimbólica, ya no suprahumana sino humana, ya no divina sino divino-demónica, puesto que la experiencia humana de lo real se realiza en esa franja intermedia entre lo divino y lo demónico, entre el supramundo celeste de los dioses y el inframundo infernal de los démones, entre el ser y el no-ser, la vida y la muerte.
Con ello pretendemos situar nuestra metafísica implicacional del sentido en los bordes del sinsentido, allí donde lo real pasa del caos al cosmos y de la potencia al acto, en ese ámbito de mediación de los contrarios en el que aún se comunican, en ese lugar simbólico donde se conjugan los opuestos que configuran nuestra realidad como inter-realidad, allí donde se fragua el complot o co-implicación de las realidades en su realidad, así pues en el centro (descentrado) y quicio (desquiciado) en el que la realidad se realiza y desrealiza en un lenguaje de ida y vuelta de esencial carácter dialéctico. Ese lugar medial está habitado por las implicaciones del sentido que, a modo de junturas o suturas, articulan el universo dinámico y caledoscópico del que formamos parte integrante [1].
Pues bien, en este artículo vamos a destacar las principales implicaciones o implicancias del sentido que, a nuestro entender, son las siguientes:
-la implicación radical del ser a modo de “tierra” o arraigo matricial del sentido.
-la implicación intrínseca del alma a modo de “licuación” del ser interiorizado.
-la implicación extrínseca del amor a modo de “fuego” habitante del ser anímico.
-la implicación hipotética de Dios a modo de espíritu de amor sublimado.
Nuestra metafísica parte pues del ser como implicación de los seres y realidades en su realidad, lo que es un irremediable tributo al planteamiento griego clásico de la filosofía metafísica. Pero nuestra definición del ser abandona la vía griega, para la que el ser es la sustancia, recuperando la vía cristiana, desde la que el ser puede definirse como alma. Así pues aquí el ser del ser ya no es la sustancia aristotélica sino el alma cohabitada por el amor, ahora de acuerdo con una tradición que cabe denominar como socrático-cristiana y, por lo tanto, como cristiano-pagana. Finalmente el amor que cohabita el ser del ser –el alma- queda hipostasiado en Dios de acuerdo a una tradición que podemos llamar mística o cristiano-oriental.
Como puede observarse, nuestra metafísica de la implicación (una apertura al más allá implicada en el más acá) parte del ser clásico, sí, pero para allegarnos a su vacío o vaciamiento: el alma como no-ser del ser o envés de lo real. De esta forma planteamos la metafísica clásica del ser, aunque abandonamos la respuesta griega objetiva por la respectiva cristiana subjetiva: el ser no es sustancia sino alma o, si se prefiere, la sustancia del ser es anímica, por cuanto el ser está inhabitado por el alma (interioridad), a su vez cohabitado por el amor. Ahora bien, si el alma es el no-ser del ser, el amor es el ser del no-ser, ya que dice entidad relacional, coimplicidad no cósica sino intersubjetiva e interpersonal. Finalmente Dios comparece como la hipóstasis del amor, como realización perfecta del amor y la absolutización de su relacionalidad. Paradójica divinidad definible como el ser que no es (porque no está cerrado sino abierto), por cuanto se trata de un ser hipotético proyectado (si bien como Proyector del amor en el universo), así como concreado dinámicamente por la criatura (como Creador del mundo que hace posible el amor de la creatura).
Este es el esquema de nuestro desarrollo, cuyos apartados son los siguientes:
- El ser y el alma.
- El alma y el amor.
- El amor y Dios.
- El Dios cómplice del universo.
1. El ser y el alma
El alma es como una araña:
arácnida. (Heráclito, Fragmentos).
La metafísica es la conciencia de la implicación de todas las cosas en su ser, por lo que el ser funge en la metafísica clásica como implicacionalidad de lo real. Sin embargo el ser griego puede ser acusado de realizar una implicación insuficiente de lo real, ya que queda desimplicado de la presunta implicación omnímoda de nuestra experiencia de la realidad (a la que pertenece el no-ser como una especie de miembro manco).
El ser como opuesto al no-ser inaugura el dualismo clásico de la razón como opuesta a lo irracional. Queda fuera de esta metafísica lo que está más acá del ser y de la razón, excluido de una filosofía que se coloca más allá y por encima de la experiencia humana del sentido, que se ve amenazado por el sinsentido en nombre del puro sentido de la pura razón (así Parménides paradigmáticamente).
El ser estático y racional de Aristóteles
Pero en la Metafísica de Aristóteles reaparece cierta ambivalencia del ser concebido primero como sustancia individual o concreta (protousía) y luego como sustancia general o conceptual (deuterousía). Se trata sin duda de una aporía (un callejón sin salida), como se ha hecho constar fehacientemente por los críticos de Aristóteles (así M. Heidegger). Pero esta aporía parece asumirla el Estagirita como pago o rescate de la ambigüedad fundamental del ser, el cual se dice de muchos modos entre los que destacan dos: el ser real y el ser ideal, la realidad concreta y la idealidad racional, la entidad material-concreta y la entidad formal abstracta.
Con ello se instituye ciertamente el dualismo clásico, pero cabría interpretar benévolamente la posición de Aristóteles como modo de unificar ese dualismo al ofrecerlo unitariamente en su concepción metafísica del ser. Esta, por cierto, parece asumir no sólo el estado de efectivo de lo real sino también el estatuto difuso de lo ideal: de esta manera, el ser (real) asumiría el no-ser (irreal o conceptual) en un intento de coafirmar los derechos tanto de lo racional, eidético o formal, como de lo pararacional, material-individual o singular [2].
Y bien, es un modo de interpretar benévolo por nuestra parte la aporía aristotélica consistente en presentar el ser como concreto y abstracto a un tiempo. En el libro de las Categorías, el propio Aristóteles describe el ser de lo real en un doble plano consecutivo. El primero refiere lo dado o individuado (la sustancia primera o concreta que vemos), el segundo corefiere su cualificación o determinación (la sustancia segunda o conceptual que inferimos por la razón).
Ahora bien, el error lógico de Aristóteles estaría en concebir en su Metafísica esta cualificación o determinación de lo real como una definición definitoria o definitiva y, por tanto, estática de la realidad cambiante, en lugar de haberla considerado como una cualificación o determinación simbólica, fluente o abierta (aquí se inscribe la crítica de L.Wittgenstein).
De esta forma, el ser real se acaba definiendo solo como un ser abstracto, ya que la definición actúa como el nombre propio o sustancial/sustantivo y no como sobrenombre impropio o figurado del ser. De aquí elsustancialismo esencialista de Aristóteles, así como su racio-empirismo.
Este racio-empirismo va a someter lo real a lo ideal (formalismo), lo que abrirá sin duda la larga tradición racio-entitativista típicamente occidental que conducirá a la racionalidad funcional y técnico-instrumental contemporánea. Este racio-empirismo aristotélico llenará nuestro mundo de tecnociencia pero lo vaciará de alma, mostrándose algo mostrenco para con las ciencias del espíritu.
En realidad la metafísica de Aristóteles es más exactamente una protofísica que intenta categorizar el mundo a través de una razón algo mecánica (como se muestra en su visión de la Razón última como Motor Inmóvil), razón objetiva y efectiva más que subjetiva y afectiva, razón entitativa y extrahumana más que antropológica y humana. Aristóteles está dentro del paradigma griego con su extensa capacidad visual y su escasa capacidad auditiva: por eso hay que esperar la llegada del cristianismo para poder hablar de metafísica en sentido modernista, la cual define la realidad no ya por su ser racional sino por su ser trans-racional: el ser de la realidad como espíritu encarnado en Hegel, una concepción que insufla en el ser aristotélico el espíritu neoplatónico-cristiano [3].
Es cierto que la Escolástica intentará trazar un puente de plata entre el pensamiento griego y la concepción cristiana, aduciendo metafísicamente que el ser como sustancia racional en Aristóteles se continúa en su versión medieval como persona en cuanto sustancia racional en Tomás de Aquino y socios. Pero una cosa es la sustancia racional aristotélica de carácter entitativo y otra la sustancia racional cristiana de carácter relacional que se autodefine como hipóstasis o persona: esta última se concibe expresamente como alma e intimidad y, por lo tanto, con carácter cualitativo que contrasta con el carácter cuantitativo de la tradición aristotélica.
De Aristóteles al alma cristiana
Este carácter cualitativo se muestra sin ambages en la incisiva pregunta metafísica de Jesús el Cristo en el Evangelio de Marcos: “¿De qué aprovecha al hombre ganar el mundo si pierde su alma?”(Mc 8,36). Aquí se contrapone simbólicamente el mundo como conjunto de realidades o cosas (entidades) y el alma como la realidad trans-cósica que apunta al sentido, un sentido que pone el acento en la realidad humana o humanada (el texto evangélico habla de “psyjé”, que significa el alma como vida humana) [4].
El paso del pensamiento griego a la concepción cristiana de lo real es el paso del ser del ente (lo cósico inmediato) al alma del mundo. Para decirlo en los términos neoplatónicos de Plotino: el tránsito del exterior al interior y del mundo al hombre; traspaso del ser a su envés o vaciado, asunción por el ser clásico del agujero del ser (por su indigencia, su precariedad, su no-ser), es decir, coimplicación por parte del ser griego del no-ser cristiano significado por el alma como horadación de lo ente (como experiencia del vacío e insuficiencia del ser del mundo).
El alma, en efecto, es el no-ser del ser (conciencia de su no-ser) y, por lo tanto, el ser vaciado de su entidad cósica y relleno de sentido existencial, la sustancia en-sí atravesada por la otredad, el logos-razón heleno traspasado de logos encarnado, la objetividad revertida en subjetividad, lo dado estático cruzado por la dación dinámica. No hay que olvidar en este contexto que el alma constituye la intimidad (personal) y, por consiguiente, la interioridad de la exterioridad (la cual por cierto sigue siendo necesaria, ya que sin exterioridad no hay interioridad posible). El alma es la verdad del ser objetivo porque es su vaciamiento, la conciencia de su no-ser, de su insuficiencia [5],
Si en Aristóteles el ser del ser es la sustancia (racional), a partir del cristianismo el ser del ser es el alma (relacional). En realidad ya Aristóteles entrevió que el alma es de algún modo todas las cosas y, en consecuencia, un modo eminente de ser, pero sólo de algún modo. Que el alma es de algún modo todas las cosas quiere decir que las contiene o implica, pero no propiamente como el ser que las mantiene verdaderamente, sino impropiamente como un ser que las contiene en sentido figurado o simbólico. En definitiva, mientras que el ser es (parmenídeamente), el alma resulta ambivalente porque es y no es, fluctúa relacionalmente y nos comunica la vida con la muerte, lo real con lo trans-real, contaminando nuestra experiencia racio-entitativa con afectos y afecciones surreales. El alma es propiamente un ser ahuecado, por cuanto es a la vez todo (todas las cosas en su interior) y nada, es decir, ninguna de ellas literalmente.
Por otra parte, el alma se compone aristotélicamente de una parte racional y de otra parte irracional, lo que la hace inepta para ostentar aristotélicamente el ser de lo real pero muy apta para poder representar el estatuto profundo del ser de la realidad, ya que el alma da cuenta y relación no sólo de lo racional sino también de lo irracional, de lo entitativo y lo trans-entitativo, de lo real y su surrealidad. El alma es en efecto el símbolo de una realidad atravesada de irrealidad, de la vida atravesada por la muerte, de la exterioridad agujereada por la interioridad y del ser ahuecado por el no-ser.
He aquí que la definición aristotélica del ser como sustancia primera y sustancia segunda se cumple y verifica por encima del propio Aristóteles en el alma como “consciencia” de realidad y como “conciencia” de ser: en cuanto consciencia de la realidad el alma es alma individuada (relación-relato hipostático), en cuanto conciencia del ser de lo real el alma es alma personificada o personalizada (máscara, prosopon). En el alma “persuena” así la realidad omnímoda que refleja en su ser-sentido, ya que el alma con-significa el sentido interior (sensus interior) que se hace eco de los sentidos exteriores (sensus exterior).
El alma es de algún modo todas las cosas, pero no es una cosa; el alma en algún sentido contiene todas las cosas, pero no es un sentido sino sentido común (sensus communis). El alma en cierto sentido que contiene todas las cosas no obtiene un sentido cierto y cerrado sino incierto y abierto. La metafísica del ser como implicación de los seres encuentra en el alma la co-implicación de la realidad tanto en su ser como en su no-ser: y esto posibilita la conversión de la metafísica clásica del ser en una metapsíquica posclásica del ser anímico que se expresa como sentido. Con ello en el alma se realiza la conversión de la metafísica clásica del ser en hermenéutica posclásica del sentido fluctuante entre el ser y el no-ser en cuanto sutura simbólica dada en el alma de la dramática fisura real de una realidad des-concertada en su apariencia existencial [6].