El universo es enigmático, y está cargado de incertidumbre metafísica: ¿Existe Dios? Y, si existe, ¿ha querido crear tanta incertidumbre? ¿Ha creado un universo para la libertad? En mi obra ‘El gran enigma. Ateos y creyentes ante la incertidumbre del más allá’ (San Pablo, Madrid, 2015), abordo estas y otras cuestiones, como el más allá de la muerte y lo que deba suceder con nuestras vidas en dependencia de la verdad última metafísica del universo. El teísmo y el ateísmo, como respuestas a estas preguntas fundamentales, deberían construirse desde una información correcta sobre el teísmo, las religiones y el ateísmo. Por Javier Monserrat.
El gran enigma, el enigma fundamental de la vida de todo hombre, es el enigma de la verdad metafísica última del universo. En último término, es el enigma de si el universo es últimamente Dios o un puro mundo sin Dios. El desconcierto y desorientación, que nace de la discusión social en torno a Lo último, hace que muchos aparquen la cuestión metafísica como algo irresoluble que está más allá de la capacidad de análisis del hombre normal. Aparece una gran indiferencia ante lo metafísico, tanto frente al teísmo como frente al ateísmo.
En mi libro de reciente aparición El gran enigma una guía de información y análisis, para ateos y creyentes, que, a pesar del enigma y la incertidumbre inevitable, pueda ayudar a vivir en autenticidad responsable ante la gran cuestión que se planteará con más y más fuerza a medida que se acerque el final.
La experiencia inmediata de la existencia humana instala a todo hombre en la apetencia de la Vida que une a los instintos animales asentados a la evolución. Frente al deseo de existir y conocer el universo para hallar en él el camino hacia la Vida, el universo en el que el hombre ha emergido y debe vivir su vida no le permite el acceso a conocer su verdad metafísica última.
El hombre queda por ello en una molesta incertidumbre sobre lo que puede esperar últimamente de la vida, porque esto dependería de esa verdad última que no es patente y es desconocida. Desde antiguo, enfrentado al enigma y a la incertidumbre, el hombre trató por su razón y por sus emociones de hacer conjeturas sobre esa enigmática verdad última. Nacieron las religiones y estas se transformaron poco a poco en un dogmatismo religioso que impuso su dominio social.
Sin embargo, en los últimos años se ha producido un cambio crucial en el pensamiento y en la cultura humana, un cambio que lleva consigo la superación del dogmatismo y la vuelta a la experiencia primordial de enigma y de incertidumbre. Este cambio crucial impone hoy, en la modernidad, una nueva manera de entender el teísmo, el ateísmo, así como la unidad y sentido del movimiento religioso universal. A esto nos hemos referido en El gran enigma, y a esto mismo nos referimos ahora en este artículo.
Abiertos al enigma del universo
El impulso racio-emocional hacia la Vida
El hecho esencial que explica nuestra actuación como seres humanos es que tenemos un cuerpo biológico que permite sentirnos, sentir del universo, sentir la presencia de los otros seres vivientes y, ante todo, la de los otros seres humanos. A partir de nuestra sensibilidad ha surgido nuestra mente racional que hace que formulemos preguntas, siempre orientadas a lograr una supervivencia mejor, al estar mejor adaptada a las condiciones del mundo en que debemos llevar a cabo nuestra vida.
Las especies animales tienen ya conocimiento, pero la razón, en efecto, ha surgido en la especie humana como un instrumento o medio más perfecto y eficaz de supervivencia. La razón está, pues, al servicio de la Vida. Vivir es lo que, en último término, persigue todo ser humano al dar salida al impulso de los instintos vitales recibidos del mundo animal. Es la fuerza de la Vida.
El hombre, pues, como ser racional, ha emergido en el universo y asume el impulso hacia la Vida que el mismo universo le ha entregado. ¿Cómo actuar para alcanzar la vida, para vivir de la forma más plena posible? Los animales disponen ya de un sistema de sentidos y de conocimiento, muy rico y bien construido por la evolución, que les permite orientarse instintivamente en el mundo de su experiencia inmediata para sobrevivir y alcanzar, en el marco de su biología, una vida lo más plena posible.
Pero el hombre, aunque asume los instintos, dispone también de la razón para orientarse en la tarea de existir. Por la razón descubre cómo está hecho en profundidad el mundo inmediato y, a partir de ese conocimiento, construye una portentosa tecnología que le hace dominar el mundo para vivir más plenamente. Además, por el ejercicio mismo de la razón, los hombres han ingeniado formas de convivencia para vivir unidos unos con otros y alcanzar así un mejor disfrute de la Vida. Todas las facultades humanas están así orientadas al servicio de la Vida, bien en el dominio del mundo, bien a favor de la convivencia con los otros hombres en la tarea de existir.
De ahí que “vivir con sentido” sea hacerlo aprovechando al máximo todas las posibilidades de vida que el mundo objetivo ofrece. Para el hombre se trata de todas las posibilidades desveladas por la razón. En el uso ordinario de la palabra algo, una acción humana, tiene “sentido” cuando está adecuada al medio objetivo en el que debe realizarse esa acción. De ahí que el sentido de la vida, lo que el hombre ansía alcanzar, es vivir dotando a la vida de una adecuación, de una armonía con el universo en que de hecho debemos existir. Para el hombre, valga la redundancia, no tiene “sentido” vivir “sin sentido”.
El gran enigma
El hombre, por tanto, cae en la cuenta de la facticidad de la propia existencia. Todo nace de ahí, de esa experiencia primordial. Es un hecho, fuera de toda duda, que tenemos un cuerpo biológico, que aspiramos a la vida, que lo hacemos racio-emocionalmente, que nuestra existencia se despliega en un universo que está ahí ante nosotros, que nos contiene y en su forma de ser real abre todas las posibilidades ofrecidas a la especie humana y las condiciona.
El hombre es un hecho, pero también es un hecho la existencia del universo. Es el hecho unitario que asocia al hombre con universo: la existencia del hombre en el universo. Un hecho que sólo es tal porque es sentido y conocido desde la conciencia humana.
Vivir con eficacia, por tanto, vivir lo más plenamente posible, depende del conocimiento del universo, ya que es en él y sólo en él donde hallamos todo aquello que puede hacernos vivir. Así, por ejemplo, el conocimiento científico que ha llevado a la tecnología a abrir sorprendentes formas de vida. En este impulso por conocer lo que es el universo, el conocimiento humano no tiene límites. Es lógico. Es en este marco que apunta hacia el conocimiento final donde, ya desde tiempos primitivos, el hombre quedó abierto al enigma del universo.
En efecto, el hombre tiene experiencia inmediata de su cuerpo, de su psiquismo consciente, del universo que lo contiene y del que todo ha surgido. Pero la forma de esta experiencia le hace entender que el universo tiene más contenido que lo que advierte por sus sentidos y por el ejercicio de la razón. Así, el hombre está desbordado, primero, por el espacio y por el tiempo. Ocupa un lugar del espacio que se pierde en lo profundo de la bóveda estrellada. Ocupa también un lugar del tiempo que viene del pasado y se proyecta hacia un futuro incierto. Pero, además, en segundo lugar, el universo deja abierta la profundidad abismal de la naturaleza de la materia.
Desde lo macroscópico y desde lo microscópico el hombre se abre al enigma del fondo verdadero del universo. ¿Qué es el fondo de las cosas? ¿Qué contiene la inmensidad del espacio tiempo? ¿Cuál es la naturaleza de una materia insondable en su profundidad abismal?
El hombre, según esto, intuye que el universo “aparece” ante él por el ejercicio de sus sentidos, de su conciencia, de su razón, de sus emociones, pero esta apariencia deja oculta la verdad última y final del universo. El hombre vive en un mundo de “fenómenos” (fenómeno significa en griego lo que aparece o se manifiesta). Pero, más allá del fenómeno percibido y conocido por el hombre, existe una verdad última y profunda del universo. Es evidente que conocer esa verdad –que equivaldría a conocer la verdad última del hombre que forma parte de ese universo– tendría para la especie humana una importancia decisiva, ya que ofrecería el marco final de cuanto el hombre, en último término, pudiera esperar del universo para la realización de sus aspiraciones vitales.
Sin embargo, la mayor fuente de inquietud para la existencia humana nace del hecho de que esa verdad última del universo no es evidente, ni para los sentidos ni para la razón del hombre. El universo, en su forma de presentarse ante la conciencia humana muestra que tiene un fondo “metafísico” (que está “meta”, más allá, de la experiencia física inmediata de la naturaleza, tal como el hombre puede alcanzarla). El universo físico que conocemos proyecta así hacia un fondo metafísico, que constituiría su verdad última. Un fondo metafísico que, por lo dicho, constituye el gran enigma con el que debe enfrentarse el ser humano. ¿Qué es posible esperar finalmente del universo?
Respuestas dogmáticas al enigma
Dios y las conjeturas religiosas
El hombre sabe, pues, que el universo que inmediatamente percibe por sus sentidos y conoce por la razón deja vislumbrar la existencia de un fondo último cuya verdad, sin embargo, no es patente. Esto crea una inquietud metafísica inevitable porque conocer esa verdad podría tener consecuencias en el camino hacia la Vida. Por ello, como muestra la totalidad de la historia, ya desde tiempos prehistóricos, los grupos humanos se esforzaron por la razón, por las emociones y por sus mismos intereses existenciales, en hacer conjeturas sobre la verdad última del universo.
La idea de Dios, las religiones y la referencia a un más allá, en que el hombre podría pervivir tras la muerte, está presente ya en la prehistoria. Desde entonces, la construcción de las ideas religiosas en las culturas antiguas ha acompañado siempre la historia de la humanidad. Nacieron las grandes religiones y con ellas se consumó poco a poco, y de diversas maneras, la introducción de lo metafísico en la vida humana. La referencia explícita a lo metafísico fue introducida en la historia a través de las conjeturas y construcciones religiosas de la mente humana.
Entender, pues, que el universo estaba dominado desde sus dimensiones metafísicas desconocidas por un Ser personal, o seres personales, al que se podía recurrir en solicitud de ayuda y que eventualmente podría salvar más allá de la muerte, fue sin duda un consuelo para la existencia del hombre. No parece poder ponerse en duda que el éxito histórico de las religiones se debe a que conferían a los grupos humanos un horizonte de esperanza frente al dramatismo de la vida y, por ello, los hombres podían soñar en un futuro mejor de liberación y salvación.
Las más diversas religiones, muchas de ellas hoy extinguidas, fueron naciendo, por tanto, con sus teologías propias, su idea de Dios, de sus relaciones con el universo, y de las formas de relación humana con lo divino (es decir, con sus historicismos propios).
Las creencias religiosas fueron el elemento esencial que daba cohesión social a la familia, a los grupos humanos, a las tribus y a las culturas. A medida que la religión ganaba en importancia se convertía en eje de las sociedades, de tal manera que su dominio social llegó a hacerse absoluto. Aunque en realidad a Dios nadie lo había visto nunca, el contenido de las creencias religiosas, y su idea de lo divino, llegó a aceptarse como algo cuasi-evidente que nadie podía poner en duda sin someterse al rechazo social. Puede decirse que estas sociedades derivaron a un dogmatismo teísta, o religioso, porque este constituía una verdad incuestionable avalada por la razón, las emociones, los intereses vitales, las tradiciones y la cohesión social.
El cristianismo. Es una de las grandes religiones de la historia que nace como la adhesión a la persona y a la doctrina de Jesús de Nazaret. El cristianismo por ello entendió que sus creencias se limitaban a proclamar el contenido del mensaje de Jesús. Esta proclamación era el kerigma cristiano. Sin embargo, los cristianos entendieron también desde el principio que era legítimo hacer una interpretación del contenido del kerigma a la luz de la razón y de la cultura de su tiempo.
El kerigma era fiable porque constituía el depósito de doctrina que Jesús había entregado a la iglesia y, además, ésta se entendía inspirada y asistida por Dios para mantenerlo y proclamarlo correctamente en la historia, sin transformarlo. Sin embargo, la interpretación de acuerdo con la cultura (o sea, lo que se llamó “hermenéutica”) era posible y necesaria porque entre la Voz de Dios en Jesús y la Voz de Dios en la Creación, asequible por la razón, no debía haber ninguna contradicción. En la revelación (Jesús) y en la Creación (la razón) debía resonar la misma Voz del único Dios.
Por ello, desde los primeros siglos de historia cristiana, se comenzó a construir una interpretación o hermenéutica del kerigma desde presupuestos filosóficos y socio-políticos que eran propios del mundo greco-romano. El resultado fue el nacimiento de una forma de interpretar el cristianismo que he llamado elparadigma greco-romano. En lo filosófico-teológico este paradigma fue teocéntrico (la razón conocía con certeza absoluta la existencia de Dios y la vida humana no podía sino tener a Dios como centro esencial de referencia, es decir, no era posible una idea del hombre sin Dios) y, además, en lo socio-político fue tambiénteocrático (Dios era el único punto de referencia posible para organizar la sociedad civil y entender el origen del principio de autoridad, bien en la ley natural-divina o bien en la ley positiva de Dios por la revelación).
En resumidas cuentas, el cristianismo fue convirtiéndose poco a poco en una religión que respondía al dogmatismo que fue propio de las otras religiones surgidas en la historia en las más variadas culturas con sushistoricismos propios. El dominio ideológico filosófico-teológico (teocéntrico) y el dominio socio-político (teocrático) del cristianismo fueron consolidándose desde Constantino por la cristianización del imperio romano y se asentaron finalmente en la edad media.
Más allá de la edad media, en los siglos XVI y XVII, este paradigma cristiano dominante durante siglos comenzó a tener problemas al tiempo en que nacía y se consolidaba el movimiento cultural de la modernidad. Sin embargo, el hecho es que el cristianismo se mantuvo en sus trece y trató de seguir defendiendo el paradigma greco-romano. Es verdad que en los últimos años filósofos y teólogos cristianos, a título personal, han entendido que ni el teocentrismo ni el teocratismo son hoy posibles, y han ofrecido alternativas, discordantes con la doctrina oficial, más o menos interesantes.
Sin embargo, las corrientes teológicas más importantes en el mundo católico de los últimos años, incluyendo el presente (la escolástica clásica, bien tomista o suarista, el neotomismo transcendental kantiano, y el mismo evolucionismo de Teilhard), siguen siendo teocéntricas. Igualmente las posiciones oficiales de la iglesia católica responden todavía al paradigma antiguo que no ha sido derogado, sino que sigue presente indefinidamente, con unos perfiles borrosos, que de tanto en tanto reviven con fuerza insospechada. Sin que esto impida que la iglesia, presionada por evidencias difíciles de ignorar en la cultura moderna, haya asumido ciertas “adaptaciones ad hoc” que nunca han supuesto una revisión sistemática oficial del paradigma antiguo (así, la teoría de la evolución o la admisión matizada del laicismo moderno).