Soltar. Apenas dos sílabas que se dicen en menos de un segundo pero cuya práctica puede llevarnos una vida entera. Soltar es uno de los ejercicios más difíciles a los que – antes o después – tendremos que enfrentarnos. Y si no aprendemos a soltar por voluntad propia, tendremos que aprender a las malas – la vida se encargará de ello – lo cual implica que nos expondremos a un sufrimiento mayor.
Preocupados por aferrar, olvidamos soltar
El deseo de aferrarnos a las cosas colisiona frontalmente con una característica inherente a la realidad: la impermanencia. Nada permanece estable. Todo cambia. El tiempo nos va arrebatando posesiones, relaciones, personas, estatus, salud… Por eso la pretensión de retener es absurda y solo genera dolor.
Sin embargo, no estamos preparados para soltar. Nos han enseñado a atesorar y aferrarnos. Acumulamos objetos, relaciones, poder, dinero, objetos, propiedades, títulos… Así buscamos una seguridad ilusoria que puede desmoronarse en cualquier momento como un castillo de naipes, pero que a nosotros se nos antoja una fortaleza inexpugnable.
Ese estado mental, en el que no concebimos nada más que el aferrarnos, es el principal responsable del profundo dolor que sentimos al desprendernos de algo o alguien. Sri Nisargadatta Maharaj lo resumió magistralmente: “Entre las orillas del dolor y el placer fluye el río de la vida. Solo cuando la mente se niega a fluir con la vida y se estanca en las orillas se convierte en problema. Fluir quiere decir aceptación, dejar llegar lo que viene, dejar ir lo que se va”.
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