La palabra inspiración hace referencia, literalmente, a un espíritu que entra. Tradicionalmente se entendía que los poetas recibían inspiración de los musas o en ocasiones de los mismos dioses que los poseían (véase las cuatro manías que describe Sócrates en el Fedro). Hoy en día hablamos más de creatividad y de pensar fuera de los rangos de lo convencional. Entendemos la genialidad como algo más bien genético o parte de un proceso creativo que se basa en el talento innato pero que se potencia gracias a un régimen alimenticio, contemplativo, ejercicios y hasta el uso de sustancias.
Más allá de las definiciones y clasificaciones todos hemos sentido en algún momento una forma de inspiración, de estado de flujo y conexión con nuestra propia naturaleza desde el cual lo que hacemos adquiere una cualidad más profunda o precisa. Y todos deseamos, entonces, repetir esto. Alguien que logró hacerlo -estar inspirado por varios años- fue Friedrich Nietzsche, quien en la década de los 1880 vivió un periodo de creatividad fervorosa, uno de los periodos literarios más fértiles de la historia que de alguna manera lo exprimió hasta el punto de la locura. En Ecce Homo, el libro en el que Nietzsche reseña sus propias obras, escribe:
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