Existen muchas definiciones y entendimientos memorables del amor en la literatura y en la filosofía. Seguramente el más famoso e influyente de todos es el de Platón en el Banquete, el cual representa una especie de iniciación para el alma occidental. Después de que los comensales afirman que el amor es un daemon -una divinidad que enlaza el cielo con la tierra- e introducen el famoso mito del hermafrodita, de donde se deriva la idea del alma gemela, es el turno de Sócrates, quien descansa su autoridad en lo que le ha narrado Diotima, sacerdotisa de Eros. Es esta figura semilegendaria, que luego sería objeto de innumerables poemas y personificaciones, la encargada de enseñar una doctrina anagógica del amor, es decir, del amor como una escalera que eleva el alma hacia lo divino o hacia la realidad última, en este caso, la belleza eterna. «El amor», dice Diotima, «es el deseo de lo bueno (y bello) para siempre». Un deseo alado y fecundo. El eros que podemos sentir hacia un cuerpo hermoso es la plataforma que puede elevar nuestra alma -que «es guiada por la razón, pero motivada por el amor»- hacia la contemplación de la belleza eterna, del Sol del Bien que yace en la cima de la escalera; de movernos de un plano individual y particular hacia uno universal y absoluto. Belleza que en griego es kallos, palabra que tiene la misma raíz que kalon (llamar). La belleza es lo que nos llama hacia lo divino y la energía cinética que despierta es el eros, el mecanismo a través del cual opera el telos, el propósito y finalidad de la existencia, la contemplación de lo divino… lo divino que en cierta forma se llama a sí mismo en nosotros.
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